Biografía de la Madre Benita

Benita Cambiagio Frassinello nació en Langasco (Génova- Italia) el 2 de octubre de 1791, hija de José y de Francisca. Fue bautizada el 4 de octubre. Sus padres, excelentes cristianos, le enseñaron los primeros pasos de una vida de fe profunda.

Transcurre su infancia en el ámbito familiar, entre Langasco y Pavía, a donde se debe trasladar su familia por motivos políticos. Se distinguió como “niña piadosa y buena”, de “corazón dulce y lleno de ternura para con los pobres”.

Una fuerte experiencia interior la llevó, alrededor de los veinte años, a conocer el sentido profundo de la vida humana, en su relación con Cristo. A partir de entonces comenzó a unir a la vida sencilla de la vida espiritual, una notable tendencia a la oración y a la penitencia. De este periodo data la huida de casa en busca de alguna ermita donde poder dedicarse a la contemplación y a la penitencia, alejada de las atracciones del mundo y en contacto con la naturaleza, “el gran libro que nos habla de Dios y que nos recuerda su constante amor a nosotros”. Este insólito gesto, dejaba intuir una tendencia a elegir la vida religiosa.

madreEl 7 de febrero de 1816 se casó con Juan Bautista Frassinello, joven campesino de la Liguria, natural de Ronco-Scrivia (Génova). El, que en su esposa admiró el noble ánimo y la intensa vida interior, fue gradualmente atraído por su ejemplo hasta llegar a compartir idénticas ansias de santidad. Dos años después de su boda se comprometieron de común acuerdo, a profesar el voto de castidad, al que permanecieron siempre fieles hasta la muerte.

De esta manera, se estableció entre ellos una unión espiritual muy profunda que tendía al perfeccionamiento recíproco en íntima comunión de vida y mediante el ejercicio de las virtudes. Ambos comprendieron que el Señor les llamaba a la Vida Religiosa, pero la realización de esta común vocación presentaba algunos impedimentos, el primero de ellos, el deber que tenía Benita de asistir a su hermana María, que vivía con ella y que padecía cáncer intestinal, lo cual requería una asistencia continua y amorosa. La cuidó durante nueve años con heroica abnegación y generosidad. Falleció el 9 de julio de 1825.

Después de esa fecha, la beata Benita pudo ingresar en el Convento de las Ursulinas de Capriolo (Brescia), y Juan, en la Orden de los Padres Somascos, como hermano lego. Ambos se distinguieron, durante su breve estancia en el Convento respectivo, por el ejercicio de las virtudes, dejando tras ellos fama de santidad.

Con todo, Benita no se hallaba completamente a gusto en el Monasterio; le parecía que no cumplía la Voluntad de Dios en un régimen de vida exclusivamente contemplativo. Este ardiente amor la empujaba a la actividad apostólica y le urgía continuamente en atender las necesidades de las niñas de Pavía. En estas circunstancias sufrió mucho interiormente; luego vio con claridad que era Dios quien guiaba su vida. De hecho, no decidió ella, sino la Providencia de Dios abandonar el convento y regresar a Pavía, donde el Obispo, Mons. Luis Tossi estaba seriamente preocupado a causa del abandono en que yacían las chicas del pueblo, descuidadas por las familias, privadas de toda educación. Una vez curada, Benita se dedicó en seguida, a acoger en la casa paterna algunas de aquellas chicas más expuestas a los peligros que presentaba esa ciudad universitaria. El Obispo la animó porque había vislumbrado en ella “ardiente celo por las obras de caridad, sobre todo espirituales, una actividad poco común, coraje, gran confianza en la Divina Providencia, y un marcado deseo de consagrarse al bien del prójimo”. Aceptando su consejo, Benita pasó de la casa paterna a una casa más amplia hasta convertirla en sede definitiva, Instituto de Educación y Formación, situado en la C/ San Giovanni in Borgo, abierto oficialmente el 29 de septiembre de 1828, con el apoyo financiero del Sr. Angel Domingo Pozzi.

Con el fin de superar con su actividad apostólica extraños intereses, el Obispo creyó oportuno otorgar a Benita la protección de su esposo Juan, que habiendo ingresado en una Orden, era entonces Novicio; pero renunció a dicha vocación para ejercer el deber de apoyar a su esposa. No mediante una ayuda estrictamente matrimonial, a la que habían renunciado voluntariamente, sino persiguiendo la íntima comunión de vida al servicio de ideales cristianos. A esto aludía la última carta que Benita escribió a Juan, con el consuelo de que “Dios lo premiará por el antiguo sacrificio”. El 14 de septiembre de 1826 Juan Bautista Frasinello dejó el hábito. Una insólita noticia de los registros de la Orden dice expresamente: “Se portó muy bien y marchó con honor”. Inmediatamente se puso al servicio de la nueva familia que la Providencia hacía florecer en la “Obra de Dios”, como la Madre solía llamarla.

La obra de asistencia moral y religiosa con fines cristiano-educativos se insertaba en el centro de la vida social de Pavía y en una época en que la escuela era acogida como verdadera portadora de bienestar. Benita fue la primera de la ciudad en percatarse de la importancia que tenía la escuela para las niñas del pueblo, particularmente para aquellas que eran educadas en su Institución.

Ya desde los comienzos quiso que su Instituto poseyera la Escuela Primaria, ajustada en sus programas a la Ley vigente, y con maestras reconocidas.

La enseñanza escolar, la catequesis y el trabajo eran los medios de que se servía para hacer de sus niñas “modelos de vida cristiana”. Su número llegó a superar las 180, lo cual era la feliz consecuencia de su ilimitado abandono en la “Amorosa Divina Providencia”, y también, de su fuerte y delicada maternidad espiritual, de los pequeños trabajos, del espíritu de pobreza, de las renuncias personales a todo aquello que fuese necesario.

La Beata Benita, como una verdadera madre no se limitó a la formación humana y cristiana de las chicas, sino que continuaba cercana a ellas una vez dejada la casa. Les procuraba la dote y el ajuar necesarios; se preocupaba de que obtuvieron un trabajo honesto y de que pudieran contraer matrimonio, si es que no se sentían llamadas a la Vida Religiosa. Comprendía el valor fundamental de la familia, por lo que era particularmente exigente al requerir seguras garantías en este aspecto y en su Reglamento obligó a las futuras Superioras a que fuesen prudentemente vigilantes en ello. Su amor maternal y el ardor por la salvación de las chicas la condujeron a acciones increíbles, como cuando se vistió de elegante caballero y, con un gran crucifijo escondido bajo la chaqueta, entró en una casa de prostitución para conducir al buen camino a una joven que le había sido confiada.

Todo cuanto realizaba gozaba de la aprobación y de la estima del Obispo Tosi que la apoyó con ayudas materiales y con paternales consejos; la elogiaba con facilidad, incluso ante las autoridades civiles y religiosas. La casa de Benita gozó también de la estima y honor de las personas buenas consolidándose en frutos benéficos.

Hacia el año 1838 la Obra y su programa formativo se vieron duramente atacados por algunos poderosos, que vieron frustradas sus malas intenciones. Pero Benita permaneció cada vez más fiel a Dios y a su misión de “Madre, Maestra y guía de las niñas”. No lograron abatirla ni la desilusión, ni las murmuraciones, ni la persecución ni la acritud de algunos contemporáneos. En cambio, aumentó su caridad e incondicionado abandono a la acción amorosa de la Providencia “convencida de que vale más un “Bendito sea Dios” que la fuerza de cien demonios”.

Cuando se percató de que el Obispo no le concedía la habitual benevolencia y de que le aconsejaba alejarse de su Obra, ella ya no tuvo motivos para resistir más porque vio en ese consejo la voluntad de Dios. Cedió al Obispo la obra y el patrimonio que tanto le había costado, y, sin pretender nada, se encaminó hacia Ronco (Génova) acompañada de cinco colaboradoras y de su fiel marido.

En Ronco, con las compañeras fieles inició lo que sería el “Instituto de las Hnas. Benedictinas de la Providencia”, que se dedicaría en el futuro a la educación e instrucción cristiana de las chicas, con especial atención a las pobres, huérfanas y abandonadas. Ronco carecía de instrucción popular y la ignorancia de las muchachas conllevaba una escasa formación cristiana.

Benita, observadora e inteligente, intuyó la necesidad de instituir una escuela de formación cristiana e instrucción para las niñas. Surgió de esta manera la primera Escuela femenina en el pueblo en 1838, que las hermanas atendían gratuitamente; más tarde llegó a ser municipal y luego estatal. Cuanto había efectuado en Pavía , Benita lo repetía ahora en Ronco, introduciendo, consolidándolo, el método preventivo tan eficaz que más tarde difundiría San Juan Bosco.

En 1849 Benita envió a Voghera a dos hermanas que la habían acompañado desde Pavía a Ronco, las hermanas Schiaparoli. Estas, mientras atendían al padre y a una hermana, podían dedicarse a las niñas de la ciudad, siguiendo el espíritu de la Institución a la que pertenecían. Tras su muerte, la casa adoptó una dirección independiente y hoy día subsiste como Congregación autónoma.

En 1851, superadas las dificultades que había provocado su ida a Ronco regresó a Pavía, solícita, como siempre, a la llamada de la Providencia que ahora se manifestaba, una vez más, en las demandas del nuevo Obispo Mons. Angel Ramazzotti. Él pensaba en la posibilidad de rehacer su primera fundación, pero Benita no quiso recordar sucesos pasados y, con humildad prefirió aceptar la Obra que se le ofrecía, desarrollando en otra casa su misión educadora.

En Italia fermentaba el resurgir político de la unidad del país; sus consecuencias socio-políticas afectaban de manera especial a la mujer envuelta en la inmoralidad, en la degradación y corrupción del ambiente descuidado del pueblo bajo, indefenso, pobre y despreciado. La situación se había acentuado después de 1838, fecha en que Benita abandonó Pavía, llegando al culmen hacia 1848. Por entonces, el paso de las tropas había ocasionado el aumento de las hijas ilegítimas , por lo que las casas que las acogían estaban repletas y las muchachas a los 16 años se veían de nuevo en la calle. Las autoridades se hallaban impotentes para poner remedio. Benita fue la única que se entregó personalmente a mejorar esta situación fundando una casa-familia en el antiguo monasterio de San Gregorio con la ayuda de Juan Dassi.

En 1857 se encaminó a San Quirico en Valpocevera, llamada por el Párroco con el fin de abrir una escuela para las niñas del pueblo, pero no pudo realizar personalmente esta misión.

Después de cinco meses de enfermedad falleció el 21 de marzo de 1858, fiesta de San Benito, su particular protector.

Esta es a grandes rasgos la aventura humana de Benita.

Centremos ahora nuestra atención en lo que significó para ella la Eucaristía.

Realmente Jesús Sacramentado fue el centro de su piedad, alimento, fuerza, consuelo y gozo en sus jornadas llenas de actividad y oración. Ella misma atribuía todo lo que había realizado, las dificultades superadas y la fuerza en la aceptación de insultos y desprecios “a los efectos de la comunión frecuente”.

Frecuencia cotidiana. Las contemporáneas afirma “que no se lo impedían ni la poca salud ni los días fríos y de nieve” y ella misma hablando un día con el Obispo de Pavía asegura que estaría dispuesta, con tal de ir a comulgar, a pasar sobre brasas encendidas o sobre puntas de espada; y a la hora de recalcar la intensidad de su amor, añade que no le impedirá acercarse a la Comunión ni siquiera la vista de un ejército alineado contra ella.

Decía a sus hijas: “No debéis dejarla por un defecto o una imperfección que hubierais cometido; antes bien, es ahí donde hallaréis la fuerza contra las tentaciones y el medio más potente para ser santas y muy pronto santas.

Que esta fuera en ella una profunda convicción no lo demuestra sólo con palabras sino, sobre todo, con las obras.

Su fervor eucarístico era como un manantial vivo y continuo de amor al Señor. Dedicaba largas horas a la adoración y contemplación de la Eucaristía. Se concentraba de tal manera en el misterio meditado que lo revivía intelectualmente. Pasaba noches enteras en oración ante el Santísimo. Rogaba encarecidamente a las Hermanas que “el domingo pasasen largas horas en adoración al Santísimo Sacramento”

Quería también instituir en las casas donde hubiera un número conveniente de Hermanas “el culto perpetuo al Santísimo Sacramento; y donde esto no fuera posible, que se dispusiera el horario de tal manera que cada una pudiera “estar en adoración durante una, o al menos media hora, cada día”.

Actualmente sus hijas han realizado el deseo de la Madre, transformando en capilla de adoración la habitación de la casa donde murió.

El 10 de Mayo 1987, Juan Pablo II, beatificó a Madre Benita. Tras un largo camino de búsqueda y estudio de documentos, sus hijas tienen la alegría de la aprobación por Iglesia del milagro que hará realidad el sueño de tantos años: su canonización, y proponerla como ejemplo de vida para nuestro tiempo.

Las Hnas. Benedictinas ejercen su labor apostólica, extendiendo el Carisma de M. Benita en diversos continentes: Africa –Burundi y Costa de Marfil–, América Latina –Perú y Brasil– y Europa –Italia y España–.